A estas alturas creo que todos los ciudadanos mexicanos que deambulamos por los espacios públicos hemos visto, al menos una vez, un espectacular, parabús o anuncio en el cine sobre la nueva legislación que dice: “el que contamina paga y repara el daño”.
Se trata de la nueva Ley Federal de Responsabilidad Ambiental (LFRA), que entró en vigor en julio de 2013 y, entre otras cosas, establece que toda persona física o moral que ocasione directa o indirectamente un daño al ambiente estará obligada a la reparación de dicho daño o bien, si la reparación no es posible, a llevar a cabo una compensación ambiental.
Si bien es de aplaudirse que –por fin– exista en México una ley que reconozca el valor intrínseco del medio ambiente y sancione a quienes lo afecten, no podemos dejar de preguntarnos si esta medida disuadirá a empresas que por muchos años han estado acostumbradas a que, en materia de daños al medio ambiente, es mejor pedir perdón que pedir permiso.
La responsabilidad social conduce a las empresas hacia el cuidado y protección del medio ambiente, fomentando una cultura de la prevención.
Sin embargo, esto no es una tarea fácil cuando interviene el factor económico en un país donde es más barato pagar una multa que invertir en un plan de mitigación de riesgos.
Tomemos como ejemplo el reciente incidente que, para muchos expertos, es el peor desastre de daño ambiental en la industria minera en México: el derrame de residuos tóxicos al río Bacanuchi, en Sonora, por la empresa minera Grupo México, ocurrido a mediados de 2014.
En un principio, el daño se calculó en 18 mil millones de pesos, sin embargo, la Comisión Permanente del Congreso de la Unión anunció hace unos días que, de acuerdo a la LFRA, el monto será de mil 870 millones, cantidad que representa un 8% de los 22,714 millones de pesos que obtuvo el consorcio en 2013 como ganancias netas.
Pareciera entonces que, para las empresas acostumbradas a conducirse bajo criterios únicamente económicos, seguirá siendo más barato pedir perdón que pedir permiso, lo cual nos lleva a la conclusión de que es necesario un cambio de mentalidad para que los criterios sociales y medioambientales adquieran un valor per se, y no en función de las ganancias de la empresa.
Esto implica una reflexión profunda del valor y la responsabilidad compartida en un planeta con recursos finitos y donde todos merecemos respirar aire puro y beber agua limpia.
La responsabilidad ambiental nos lleva a preguntarnos cuánto tiempo más podremos actuar en función de “reparar” y “compensar” todo el daño que ya le hemos causado a la naturaleza y nos invita a implementar más soluciones innovadoras y sustentables que contribuyan a protegerla y conservarla.
Fuente: IdeasRSE