¡Vámonos, que aquí espantan!
- Iberdrola ha anunciado que pone en marcha un nuevo proceso de desinversión en México. Así, la empresa que durante años fue calificada como “el corazón neoliberal del sector energético mexicano”, parece que se va, porque en esta casa espantan.
¡Vámonos, que aquí espantan!
Las primeras reacciones en la conversación pública giran en torno a la inseguridad jurídica como principal factor de esta decisión. No es un tema menor, los contratos cancelados, cambios regulatorios retroactivos, y una narrativa oficial que durante años colocó a los inversionistas privados como enemigos del pueblo, han sembrado un campo minado donde antes había promesas de certidumbre y crecimiento.
Pero, si queremos hacer una reflexión valiosa, sería un error quedarnos en la superficie. Más allá de Iberdrola, ¿qué otras razones pueden llevar a una empresa, extranjera o nacional, a poner pies en polvorosa o, en el mejor de los casos, a mirar hacia otro lado al considerar dónde invertir?
Uno de los grandes factores que desalientan la inversión, tiene que ver con la ausencia de visión de largo plazo. México, como país, ha entrado en un ciclo de improvisación energética donde cada administración reescribe las reglas según sus fobias ideológicas. Hoy se favorece al Estado, mañana al mercado, pasado mañana a nadie. Ante tanta volatilidad, el capital, como el agua, busca cauces más estables.
A ello se suma una alarmante falta de planeación en infraestructura. El crecimiento de la demanda eléctrica, impulsado por el nearshoring y el desarrollo tecnológico, no viene acompañado de inversiones proporcionales en redes, generación ni almacenamiento. Las empresas llegan con sus planes de expansión bajo el brazo y se topan con cuellos de botella, restricciones operativas, o llanamente con la negativa de interconexión.
Tampoco es menor el desdén por la transición energética. Mientras el mundo corre hacia las renovables, México camina descalzo en sentido contrario. Las restricciones a nuevas plantas solares o eólicas, disfrazadas de “ordenamiento del sistema eléctrico”, son vistas con perplejidad por quienes en sus países de origen ya asumen que la energía limpia no es una opción, sino una obligación moral, ambiental y de negocio.
Y claro, está también el lenguaje. No el técnico, sino el político. En este país se ha vuelto común usar el púlpito presidencial o los canales oficiales para desacreditar, sin matices ni pruebas, a quienes invierten, generan empleos y pagan impuestos. A nadie le gusta ser el villano de una narrativa que simplifica todo en términos de buenos contra malos, de patria contra traidores.
Ahora bien, si este es el entorno que lleva a una multinacional con presencia en más de treinta países a considerar su retiro, ¿qué nos espera a quienes no tenemos oficinas en Madrid, Houston o Londres? ¿A las empresas mexicanas, medianas o pequeñas, que solo pueden operar aquí, entre apagones, discursos hostiles y trámites kafkianos?
La respuesta no está en rendirse ni en empacar. Está en resistir con inteligencia. En buscar alianzas, fortalecer cadenas de valor locales, innovar con lo que se tiene y, sobre todo, exigir con voz firme y sin concesiones, condiciones dignas para hacer empresa. Porque un país que asusta al capital responsable termina por asustarse a sí mismo cuando las oportunidades se marchan sin dejar rastro.
Si Iberdrola se va, que le vaya bien. Pero que no nos acostumbremos a despedir a quienes aún podrían ayudarnos a encender el futuro. Porque en el México que soñamos, los inversionistas no huyen espantados, llegan. Y no porque les regalemos nada, sino porque aquí se respeta lo pactado, se valora la iniciativa y se entiende que, sin energía y sin empresas, no hay desarrollo posible.