Los problemas de la sociedad interpelan a las universidades. Que las universidades se sientan aludidas es cosa distinta. ¿Cuál es la mezcla adecuada entre autonomía académica y responsabilidad social?
En las décadas recientes, la mayor resonancia de ese imperativo quizá brotó de París en 1989, durante la Conferencia Mundial sobre la Educación Superior. El artículo 6 de la Declaración emitida el 9 de octubre es un mandato inapelable; transcribo casi completos los cuatro incisos que lo componen, por su urgencia en una sociedad convulsionada por los lacerantes problemas de violencia, inseguridad, fragilidad económica e impunidad.
- La pertinencia de la educación superior debe evaluarse en función de la adecuación entre lo que la sociedad espera de las instituciones y lo que éstas hacen. Ello requiere normas éticas, imparcialidad política, capacidad crítica y, al mismo tiempo, una mejor articulación con los problemas de la sociedad y del mundo del trabajo, fundando las orientaciones a largo plazo en objetivos y necesidades societales, comprendidos el respeto de las culturas y la protección del medio ambiente.
- La educación superior debe reforzar sus funciones de servicio a la sociedad, y más concretamente sus actividades encaminadas a erradicar la pobreza, la intolerancia, la violencia, el analfabetismo, el hambre, el deterioro del medio ambiente y las enfermedades, principalmente mediante un planteamiento interdisciplinario y transdisciplinario.
- La educación superior debe aumentar su contribución al desarrollo del conjunto del sistema educativo, sobre todo mejorando la formación del personal docente, la elaboración de planes de estudio e investigación educativa.
- La educación superior debería apuntar a la creación de una nueva sociedad no violenta y de la que esté excluida la explotación, formada por personas cultas, motivadas e integradas, movidas por el amor hacia la humanidad y guiadas por la sabiduría.
Además de la necesaria revisión de prioridades, políticas y actuaciones, las universidades públicas, cada una y en su conjunto, deben examinar con rigor cada peso ejercido en sus instalaciones y programas, sea para investigación, docencia, difusión de la cultura o la administración. El tema de fondo es muy relevante, por eso complejo; en Estados Unidos, según ilustra Philip G. Altbach, forma parte de un debate álgido: ¿cuál es la mezcla adecuada entre autonomía académica y responsabilidad social?
Nunca hubo tiempo ni dinero que perder en las universidades; jamás se justificó una universidad de espaldas a la realidad social, pero hoy, menos que nunca. Y como nunca, se vuelve un grito potente lo declarado por el rector honorario de la Universidad de Lisboa, António Nóvoa: es impensable la universidad sin el ejercicio del pensamiento crítico. Y ese ejercicio solo puede realizarse con autoridad moral desde la coherencia, conjugada con rigor y transparencia.
Las universidades públicas no son negocios privados o de grupos, y su trascendencia en países como el nuestro es máxima cuando la sociedad enfrenta niveles mayores de turbación. Es de las universidades de donde cabe esperar siempre las luces de la inteligencia y la cultura, aunque la historia no siempre les dé la razón, ni respalda esa ilusión.
Fuente: Educación Futura